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Enviado por jonurace el Lun, 27/05/2019 - 16:49

Autor: Cristhian Mejía Nieto

Abogado. Asesor en gestión de Ciencia, Tecnología e Innovación –CTeI- y propiedad intelectual.

 

Bajo las reglas de juego de la economía actual, el crecimiento económico y el bienestar social dependen principalmente de la generación y uso del conocimiento, aplicado a la soluciones de retos sociales, ambientales, industriales o comerciales, a través de los procesos de innovación. Por lo anterior, no es insensato afirmar que contamos con una oportunidad sin precedentes en orden a reducir las brechas con los países desarrollados, en razón a que para generar y usar el conocimiento no necesitamos ser un país extenso en territorio, con grandes yacimientos de petroleo, o con mano de obra barata, sino ser un pais que cree en la ciencia, planifica sus esfuerzos, y la pone al servicio de sus mayores necesidades.

Según Botana y Sábato, refiriendose a la situación de latinoamérica en 1970:

“En nuestros países es común pensar, por el hecho de ser espectadores y no protagonistas, que estamos viviendo el momento culminante de la revolución científico–tecnológica. Ello no es cierto, como bien lo prueban los estudios prospectivos que demuestran que son previsibles transformaciones científicas mucho más profundas que las experimentadas hasta el presente” (1970, p.3). 

Lo paradójico es que el contexto latinoamericano que enmarcó la afirmación de Botana y Sábato hace 50 años podría no haber sido modificado en lo esencial: nuestra autopercepción como espectadores, bajo la creencia de que es el primer mundo el que genera el conocimiento y la tecnología, y nosotros los que la compramos.

No obstante, esta percepción ha venido cambiando en Colombia. Son cada vez mas los científicos con resultados de investigación que impactan la sociedad, las empresas que apuestan a la innovación, los gobiernos que reconocen la importancia de la ciencia y la tecnología, y los ciudadanos bien informados.

Teniendo en cuenta lo anterior, la esperanza radica en que las transformaciones científicas profundas están lejos de ser un proceso terminado, y en consecuencia, los países en desarrollo no estamos definitivamente condenados a la tribuna, siempre que, más allá de los factores tradicionales de producción, focalicemos nuestros esfuerzos en el conocimiento, cuya generación y difusión fluye agilmente, y cada vez con menos restricciones, gracias a las tecnologías de la información y la comunicación.

En Colombia ya se han logrado avances importantes: el andamiaje constitucional y legal para la ejecución de actividades científicas y tecnológicas establecido a inicios de los años 90; la creación en 2011 del Fondo de Ciencia, Tecnología e Innovación del Sistema General de Regalías, con sus convocatorias para la financiación de proyectos, ahora abiertas y competitivas; la financiación pública de becas de maestría y doctorado como política sostenida de Colciencias en la última década; la Estrategia Nacional de Protección de Invenciones y la política de transferencia de tecnología también sostenidas en los últimos diez años; los Lineamientos para una política de ciencia abierta publicados por Colciencias en 2018; la transformación en 2020 de Colciencias en Ministerio, reconociendo, al menos simbólicamente, la importancia de la ciencia para el gobierno; son algunos ejemplos. 

Lastimosamente, en contraste, también es cierto que a pesar de estos grandes esfuerzos, los resultados del país en materia de ciencia, tecnología e innovación aun son incipientes, como lo reflejan las encuestas EDIT, los indicadores del Observatorio Colombiano de Ciencia y Tecnología, y los rankings internacionales.

Al respecto, la posición en esos rankings y la presión internacional pareciera preocuparnos enormemente. Por eso cada cuatro años le apostamos, quizás con miopía, a mejorar nuestros indicadores de inversión en I+D+i, número de doctores, número de patentes, número de publicaciones, número de transferencias de tecnología, entre otros, como si dichos indicadores fueran un fin en sí mismo. Sin duda los indicadores son importantes, ya que permiten medir los resultados logrados, pero podríamos encontrar alternativas para que esos resultados sean significativos en el fondo, más que en la forma.

En este propósito, es posible seguir fortaleciendo nuestras capacidades de investigación y desarrollo tecnológico a partir de la cooperación y las modalidades de asociación, dejando a un lado la angustia por la carrera de patentes; hacer posible un acceso más abierto al conocimiento, flexibilizando, al menos un poco, nuestro culto acrítico por la propiedad intelectual, la apropiación privada del conocimiento y su transferencia comercial en un país en el que la mayor parte de la I+D se financia con recursos públicos; construir confianza entre los actores, más que relaciones transaccionales; y establecer redes, en las cuales la generación y uso del conocimiento se haga posible, con un claro enfoque de especialización y planificación de los esfuerzos de I+D+i del país y de sus regiones.

Por lo anterior, creo que para entrar en el juego de la economía basada en el conocimiento, debemos confiar en nuestras capacidades y abandonar nuestra autopercepción como espectadores, pero también debemos abandonar el afán por lograr resultados de papel en el corto plazo. Así, podríamos apostarle a usar y desarrollar conocimiento abierta y colaborativamente, a construir vínculos de confianza y a largo plazo entre los actores, y a dejar de ver en los indicadores el fin de nuestros esfuerzos, ya que estos serán una consecuencia necesaria e inevitable, de nuestra capacidad real para generar y usar nuevos conocimientos y tecnologías que impacten y transformen la sociedad.


Palabras clave: Economía basada en el conocimiento; ciencia; tecnología; innovación; colaboración; indicadores.

 

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Dejar de ser espectadores: Reflexión sobre las oportunidades de Colombia en la economía basada en el conocimiento.
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